Aunque das la espalda… ¡DIOS TE BUSCA!


Aunque das la espalda…
¡DIOS TE BUSCA!

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Nuestro Padre Celestial, nunca nos abandona y nunca nos abandonará, Él siempre nos ha buscado y nos busca. Los pensamientos de Dios son perfectos. “…Pensamientos de paz, y no de mal…” (Jeremías 29:11; Isaías 55:8-9)… Desde la caída al pecado de Adán y Eva, Dios se ha preocupado por toda la humanidad…

Los primeros hombres (Adán y Eva), cayeron en pecado y el resultado fue la vida sin protección, sumidos en el sufrimiento. En vez de arrepentirse y buscar a Dios, escaparon de su presencia, se ocultaron y tuvieron miedo… Pero Dios, sabiendo que el hombre ha caído en pecado, fue a buscarlos, “… oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto al aire del día.” (Génesis 3:8)

Nos preguntamos: ¿Por qué Dios no les abandonó? (Ellos, han desobedecido) ¿Qué habrá querido Dios de los seres humanos, cuando se acercó a ellos el día que cayeron en pecado? ¿Qué le movió el corazón de Dios, para que vaya a buscar al hombre rebelde?

Es verdad que, el Señor castigó el pecado. No lo perdonó. ¡Dios es justo! Su sentencia fue ejecutada… A pesar de la tremenda desobediencia de Adán y Eva, Dios los amó por pura gracia (Oseas 14:4) y por eso les buscó. Él tenía “pensamientos de paz” para comunicar a esas horrorizadas criaturas. Vino y les buscó para anunciarles la salvación a su sufrimiento.

Al castigar el pecado cumplió la sentencia que había hecho anteriormente. Pero, su intención ahora era otra. Lo que quería era anunciarles un mensaje nuevo y ese mensaje era desconocido para ellos. Les da la primera promesa: “La simiente de la mujer, aplastaría la cabeza a la serpiente.” (Génesis 3:15). Alguien que remediaría el daño sufrido por los hombres, y restauraría lo que se había perdido por el engaño de la serpiente y la rebelión de Adán y Eva.

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Eso fue el mensaje que trajo el amoroso Padre celestial, ese día de la caída, cuando vino al jardín. Su misericordioso corazón, no soportaba ver que sus hijos perdidos pasaran la noche escondidos detrás de los árboles, sintiéndose culpables y temiendo la ira divina, sin consuelo ni esperanza... Era necesario y urgente que, ese mismo día tenía que ir a verlos, para llevarle consuelo y socorrerlos en su vergüenza y temor.

Él nos dio la prueba de amor más grande del mundo, en buscarnos… Entregó a Su amado Hijo (Jesucristo), al sufrimiento de la cruz, en rescate de la humanidad: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquél que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna.” (Juan 3:16). Cristo pagó nuestra deuda, Él nos hizo conocer, el “corazón” de Dios: ¡Compasivo y perdonador!...

Dios no puede ver a sus hijos indefensos y desconsolados, clamando a Él día y noche (Lucas 18:7-8)… Quiero preguntarte: ¿Dios podría acaso soportar, ver a sus queridos hijos caídos en desgracia, que queden agonizando, sin esperanza, ni protección, por causa de su pecado?... ¡La respuesta la tienes tu!

La bondad y el amor de Dios son gratuitos, inmerecidos y totalmente independientes de nuestro comportamiento. Adán y Eva habían cometido la peor transgresión imaginable, y no había en ellos ninguna señal de arrepentimiento. En el momento de la tentación, Adán y Eva estaban plenamente capacitados para resistir al mal. Tenían una inteligencia recta y sana, un corazón puro.

Sin embargo, quebrantaron el Mandamiento de Dios. Y después que hubieron pecado, no lo buscaron para confesarle su pecado y pedirle perdón. Por el contrario, intentaron esconderse detrás de los árboles del jardín. Y cuando el Señor les pidió explicaciones, trataron de defenderse y de evadir. Incluso mostraron una amarga antipatía a Dios, aun le culpó a Dios su caída: “La mujer, que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí.” (Génesis 3:12).

¡Se habían vuelto tan contaminados! Dios veía, oía y sabía todo esto. No obstante, a pesar de la gran maldad de Adán y Eva, el piadoso Padre tubo tanto amor, que fue a buscarlos, a fin de reconciliarse con ellos y ofrecerles ayuda. ¡Aquí vemos el “corazón” de Dios! Cuán desinteresado es Su amor, totalmente independiente del comportamiento del pecador. No se podía revocar la severa sentencia de la justicia divina, que decía: “La paga del pecado es muerte.” (Génesis 2:17; Romanos 6:23).

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Sin embargo, la misericordia divina había encontrado la forma, de salvar al hombre pecador. Vendría de la “Simiente de la mujer” y repararía la caída (Génesis 3:15). Esta es la primera y gran prueba de la gracia: ¡La inmerecida y bondad de Dios!... Pero, nosotros en lugar de refugiarnos y alegrarnos en esta gracia, pesamos y medimos la gravedad de nuestros pecados y pensamos que Dios no se interesa por nosotros, tratamos de ocultarnos detrás de cualquier religión.

¡Qué caída más profunda! ¡Qué terrible desesperación e incredulidad! Aún nos ponemos a pensar: “Mi pecado es ¡tan perverso, tan imperdonable! Yo conocía la voluntad de Dios, pero hice lo contrario…” ¡Pobre alma! Pero, el gran Apóstol Pablo tenía el mismo problema tuyo y mío, dijo: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago… Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo… ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Romanos 7:15-25).

No somos libres. Estamos peleando con el pecado que heredamos, peleamos con nuestra carne, con los malos deseos de uno mismo… Adán estuvo libre, no obstante pecó. Él también conocía la voluntad de Dios, pero hizo exactamente lo opuesto. Pero el piadoso Padre corrió tras su hijo perdido, mostrando que Su amor es gratuito, inmerecido e independiente del comportamiento del pecador. Es que se basa en el mérito y el sacrificio de otro, de “la simiente de la mujer”, del “varón del Señor”, del “cordero  de Dios, que quita el pecado del mundo (Jesucristo)” (Juan 1:29, 36).

Quien no cree en este redentor, quien no atiende al llamado del Señor, quien se resiste a reconciliarse con Dios y prefiere permanecer separado, de hecho permanece separado y quedará separado eternamente. Pero, quien cree en Jesucristo, se deja reprender por sus pecados y también restaurar por la “simiente de la mujer” (Jesucristo), no se perderá, sino que tendrá la vida eterna. Amén.

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